Este pasado fin de semana millones de personas se han sentido morir –literalmente– o tocar el cielo en función del resultado de un partido de fútbol. He oído a mis vecinos gritarle al televisor, aullar por las ventanas y todos hemos visto a gente perfectamente normal dar muestras de un comportamiento que, examinado objetivamente, podría ser confundido con histeria colectiva o epilepsia.
Y sin embargo, éste no va a ser un post para criticarles, ni para decir que me parece mal toda la energía dedicada al fútbol, no.
A mí lo que me da todo esto es mucha envidia.
Pero mucha.
Porque jamás he conseguido sentirme parte de esas instituciones colectivas que hacen que la gente grite y se exalte. Ni el fútbol, ni el baloncesto, ni el ciclismo me han hecho nunca pegarle un grito al televisor. Pero tampoco unas elecciones han conseguido que me convierta en un ferviente defensor de tales o cuales siglas. Incluso cuando hice el esfuerzo de militar en unas de esas siglas para “participar desde dentro”, lo que mejor definía mis emociones hacia el partido no era “sensación de pertenencia” sino “extrañamiento”.
Incluso cuando me he manifestado –y lo he hecho en numerosas ocasiones– no he podido evitar sentirme incómodo cuando, al final de la manifestación, alguien ha leído larguísimos manifiestos en mi nombre y ha dicho cosas con las que yo podría estar o no de acuerdo pero por las que nadie me había preguntado.
Lo peor de todo es que no creo que esta distancia me convierta en alguien mejor sino todo lo contrario. Tengo amigos muy inteligentes que chillan y se desgañitan frente a un partido de fútbol. Conozco a gente a la que admiro profundamente que se adhieren a unas siglas y las defienden a capa y espada en twitter, Facebook y hasta en la cafetería de la esquina, donde tiene mucho más mérito porque el riesgo de que te partan la cara es real y no virtual.
He leído suficiente marxismo como para saber que mi individualismo es un subproducto del liberalismo imperante, que es una herramienta de la clase dominante para que, por más que me creen partidos en la primera persona del plural, a mí me salga la primera persona a secas. Y, claro, así no hay quien haga una revolución en condiciones.
Pero es que, por muchos esfuerzos por rebajar mis estándares, por ser menos crítico o por olvidarme del hecho de que el televisor es un objeto inanimado, jamás he conseguido sentirme parte de ninguna institución que estuviese formada por más de trescientas o cuatrocientas personas.
¿Tengo cura, doctor, o me voy buscando un equipo de Petanca para hacerme hincha, fanboy o como quiera que se diga ahora?